Últimamente me doy cuenta de la cantidad de veces que escucho la palabra “ansiedad” al día. Pensaréis que es porque soy psicóloga y me dedico a esto, y sí, eso es cierto, pero me da la sensación de que el número de veces que coincido con alguien que habla, comenta o pregunta sobre su estado de ansiedad o el de otras personas está aumentando por días.
No sé si esto será fruto de la pandemia, del confinamiento que tantas patologías y malestares (por regla general) ha desatado, de que hasta hace algún tiempo nos acostumbrábamos a poner etiquetas a eso que sentíamos, de que el ritmo de vida está cambiando, de que ya no hay tanto tabú en eso de contar que tenemos un psicoterapeuta o un poco de todo. No lo sé, pero es así. Y me alegro, no porque haya más gente que sufra ansiedad, sino porque haya más gente interesada y concienciada con algo que a muchas personas les impide tener una vida normalizada y feliz.
Y es entonces cuando me pregunto, ¿toda esa gente que habla de ansiedad sabe realmente identificarla, detectarla o gestionarla?
Por suerte, cada día hay más información y más personas interesadas en su autocuidado, ese tan importante y muchas veces tan olvidado, pero también hay personas que no se permiten parar a observarse o que no le dan demasiada importancia hasta que llegan a puntos límites. Puntos en los que la ansiedad termina por darles algunos “sustitos” para que, por fin, le hagan caso.
Por este motivo, me gustaría aprovechar este espacio para intentar resumir de manera sencilla lo que considero como algo básico para el día a día de cualquier persona que vive y trabaja en una sociedad del siglo XXI. Soy partidaria y considero que es recomendable asistir a un profesional de la salud mental cuando sintamos un malestar emocional. No podemos saber de todo, por ello existen profesionales de diferentes ámbitos que nos ayudan y nos prestan los servicios que necesitamos en nuestro día a día más práctico.
Sin embargo, es importante que antes de pedir ayuda o un acompañamiento, tomemos conciencia de que tenemos esa necesidad.
Por lo tanto, ¿Qué es la ansiedad?
La ansiedad se trata de un estado de malestar psicofísico que se caracteriza por una sensación de inquietud, intranquilidad, inseguridad o desosiego ante lo que un sujeto experimenta como una amenaza inminente y de causa indeterminada.
No obstante, es importante destacar la diferencia elemental entre el miedo, que puede ser considerado normal y que padecemos ante un estímulo estresante que supone un peligro real, y la ansiedad patológica, que se apoya en una valoración irreal, distorsionada y anticipada de dicho peligro o el estímulo en cuestión es imaginario. Tanto uno como otro se reconocen como mecanismos adaptativos de protección que, por medio de su función activadora de la capacidad de respuesta, ayudan a la supervivencia de nuestra especie. Independientemente de su utilidad, si la ansiedad supera los límites de frecuencia, intensidad o duración puede llevar al sujeto a manifestaciones patológicas, tanto a nivel emocional como funcional.
En definitiva, la ansiedad es una emoción que provoca sensaciones tan desagradables como angustia, nerviosismo, palpitaciones, taquicardia, mareos, fatiga, tensión, temblores y un largo etc. de síntomas que se activan en nuestro cuerpo como resultado de una anticipación ante una situación o estímulo que vemos como una amenaza.
Es preciso señalar que todas las emociones son positivas (aunque nos cueste creerlo) y tienen la función de comunicarnos o avisarnos si hay algo que tenemos que cambiar, al fin y al cabo, de protegernos. ¿De qué nos protegen? De nuestro ritmo de vida, de nuestra rutina, de nuestros pensamientos… ¡De lo que sea! Y si no le hacemos caso seguirá intentándolo con más fuerza. ¿Qué cómo hace esto? Provocándonos un malestar físico y mental tan fuerte que nos obligue a dejar radicalmente nuestros quehaceres para quedarnos en casa y cuidarnos. ¿De verdad queremos llegar hasta ese punto?
Una vez entendido el concepto, veamos cuales son los síntomas que empiezan a avisarnos de que tenemos que tomar cartas en el asunto.
Síntomas de la ansiedad
- Sensación de nerviosismo, agitación o tensión
- Respiración acelerada (hiperventilación)
- Sudoración
- Temblores
- Sensación de peligro inminente, pánico o catástrofe
- Aumento del ritmo cardíaco
- Padecer problemas gastrointestinales
- Tener dificultades para controlar las preocupaciones
- Tener la necesidad de evitar las situaciones que generan ansiedad
- Sensación de debilidad o cansancio
- Problemas para concentrarse o para pensar en otra cosa que no sea la preocupación actual
- Tener problemas para conciliar el sueño
Entonces, empiezo a sentirme identificado/a y viene la siguiente pregunta:
¿Cómo puedo controlar la ansiedad?
Lo primero que te diría un psicólogo en la primera consulta, es que no se puede controlar la ansiedad. Ni la ansiedad ni nada. Es lo primero que tenemos que aprender y dejar de intentar. Olvidémonos de tanto control, de tanta exigencia y de tanta perfección, por la simple razón de que eso no existe, nos pasamos la vida frustrados persiguiendo algo imposible de alcanzar.
Lo que sí podemos hacer es GESTIONAR la ansiedad o cualquier otra emoción, ganar la famosa inteligencia emocional que nos hace conocer e identificar nuestras propias emociones y las de los demás para saber tratarlas y mantenerlas en equilibrio.
Para ello, es fundamental observar nuestros pensamientos, escuchar esa vocecita (a veces pesada y repetitiva) que muchas veces trata de castigarnos, culparnos o machacarnos para terminar por hacernos sentir mal e incluso hundirnos. ¡No se lo podemos permitir! ¡No nos lo podemos permitir!
Es humano sentirse responsable de ciertos errores, es humano también cometerlos, es humano sentirse triste o enfadado en muchas ocasiones, pero es importantísimo estar atentos a nuestro diálogo interno para que este nos haga aprender y seguir, es decir FLUIR y seguir hacia delante tras haber sido capaces de sacar la moraleja de cada experiencia.
Personalmente, siempre les pido a mis pacientes que imaginen que ese error o problema que están viviendo les estuviera pasando a una persona a la que quieren mucho: un amigo, un hermano, su pareja… y que piensen qué les dirían a estas personas cuando te cuentan lo mal que se sienten por ese error cometido, esa culpa o malestar que sienten por el problema que están viviendo. El 99% (por no decir el 100%) de las veces que pongo este ejemplo en consulta el discurso hacia esa otra persona estimada es mucho más compasivo, tolerante, flexible, suave y comprensivo que el que se dicen a sí mismos. ¿Por qué? ¿A nosotros no nos queremos tanto como a esas otras personas? ¿O es que nos exigimos más?
Reflexionemos sobre si los recursos que estamos acostumbrados a utilizar y repetir durante tanto tiempo son los más adecuados, saludables o adaptativos o si simplemente me están sirviendo para ser quien quiero ser o para vivir la vida que quiero vivir.
¡ELIJAMOS NUESTROS PENSAMIENTOS, PUES ESTOS SERÁN LOS QUE PROVOQUEN NUESTRAS EMOCIONES!
Isabel Montes Parejo
Psicóloga de Centro Psicosanitario Galiani